El secuestro de la mirada
El coral envuelve aquella prisionera de un mar embravecido. Madera ajada, olor a salitre, un mar de azogue que arrebata ocres al reflejo del crepúsculo… es el escenario y preludio de un viaje sin retorno. Bajo la lona, toses; a menudo llanto y siempre esperanzas inquebrantables. Unas manos que acunan los remos con curtida fuerza de marinero errante, de pescador pobre, mueven la patera bajo un sol que se desploma más allá del horizonte. Poco tiempo después, oscuridad y mar, mar, mar…
La lona cae como el tupido velo del atardecer, que enseguida devoran las olas. Safira es arrastrada por ellas, y un océano furioso la zarandea con violencia. Alguien sujeta a Isel, que rompe el silencio gritando a su madre. La barca emerge ligeramente, a pesar de albergar diecisiete personas.
Allende el mar, se perpetra otro crimen masivo. El secuestro de la mirada de cientos de miles de personas. Las noticias hablan de una invasión silenciosa, difunden sicosis alertando de unos extraños seres a los que llaman sin-papeles. Los espectadores murmuran desde sus sillones de piel, quién sabe qué cantidad de enfermedades infecciosas podrán traernos esos animales… Ilegales, que vienen sin pedir permiso.
Y mueren ahogados sin pedir permiso.
Antonio baja a la playa con los brazos en jarras, oteando serio el horizonte bruno. Más de una vez fue testigo de la detención de aquellos sin-papeles. Como sigamos así –imagina- en pocos años este país ya no será lo que era. En el autobús casi todos los pasajeros son extranjeros. Sólo vienen a robarnos el trabajo. Parásitos, eso es lo que son.
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Espuma, sed… el pulso vacila, los remos apenas se mueven. Ahora, la embarcación está a la deriva. Catorce personas a bordo.
Isel se aferra a una pierna desconocida. Una mano fuerte y ruda le revuelve el cabello, pero ya es tarde, su mirada es oscura como el hollín, su inocencia se hunde como un plomo bajo la barca; igual que la de su hermana, que se escurrió de entre sus piernas mientras alguien gemía en su oído por un puñado de dólares. El pequeño ya no tiene nada, sólo le queda aquel horizonte turbio, húmedo, triste.
Trece personas en una patera a la deriva.
Transcurren las horas en la noche, tiritan los cuerpos amontonados. Isel golpea con miedo la pierna fría que fue su soporte. Él mismo arroja el cuerpo al mar, con furia desatada. Ha escuchado decenas de veces las historias que hablan de los héroes que cruzan al otro lado. Cierra los ojos e imagina reencontrarse con la risa perdida, con sus alas de niño… Siempre quiso ser médico, salvar vidas. En aquel lado podría conquistar su sueño, y retornaría a su país para curar a todo el mundo de la miseria. Regresaría con tanto dinero que ni uno sólo de sus vecinos volvería a pasar hambre jamás. ¿Quién lo detendría?
Apenas con doce años, Isel comienza a entender que sólo al que ha llorado largo y sufrido tanto, le es auténticamente legítima la risa y el sueño.
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Era blanca y era negra, dependiendo de cómo el sol le acariciara la piel. Safira, igual que el resto de cadáveres que bailan en el agua, ya no es mulata, es negra como el mar. Así la recuerda su hijo. Negra como la noche, como el oscuro crimen que se consumaba al otro lado del estrecho, atrapando almas con su negro maleficio, secuestrando miradas a base de micrófono, corbata y convenciones.
Nueve personas a merced de la marea.
Montones de recuerdos asaltan la memoria de Isel. Su padre, el mismo que vendió a Corina para que pudieran seguir comiendo, sujetándole los brazos mientras sonreía. Sus largas manos cortando el aire mientras empujaban la patera hacia aquel negro monstruo que engullía atardeceres, cuerpos y esperanzas. El hombre que sostenía un puro en sus labios mientras sumaba dólares. El niño que seguía tallando figuras con una sola mano. Música alegre en algún lugar. El sabor a vainilla y canela de su último refresco. El ruido de un mar que se le antojaba sereno y amable. La arena caliente de la playa resbalando entre los dedos de sus pies.
Siete personas en un viaje sin retorno.
Poco a poco, la ansiedad obliga a abrir las manos y hundirlas en el mar, beber para calmar una sed que anula los sentidos y aletarga la razón. E Isel bebe, aun el olor a vómito y el hedor insoportable de las heces que empapan su cuerpo.
Seis personas intentando huir de la penumbra.
Antonio no puede dormir. Se agazapa entre sus sábanas cuando una luz intensa inunda todo y, al poco tiempo, truena. Cuenta los segundos entre el resplandor y el sonido, para saber si la tormenta se aleja. No –piensa- , se acerca, justo encima de mi cabeza… Sin cobertura y sin poder salir… y en la tele sólo ponen anuncios…
Tres personas escapando de la muerte.
Es imposible dormir. Otra noche más en blanco. Antonio se lamenta en voz alta, incapaz de ver por sí mismo más allá de su ombligo. Mira por la ventana, la lluvia cada vez es más intensa.
Isel ya no tiene fuerzas para arrojar por la borda el último cadáver. La mujer, completamente entumecida, parece que no quiera dejar de luchar.
La tormenta cesa. Antonio sale a estirar las piernas. Atónito, contempla varada en la orilla la patera llena de coral. Un niño, con medio cuerpo fuera de la barca, extiende un brazo hacia él esperando ayuda. Pero Antonio se queda inmóvil, mirándole a través de sus prejuicios. Observa un madero a unos metros. No duda en agarrarlo con firmeza y descargar su rabia contra aquel cuerpo magullado y maloliente, hasta que se asegura de que ya no vuelva a moverse. Corre hacia el cobertizo, para lavarse las manos.
En la solitaria playa, al amanecer, desde una patera impregnada de sangre y corales, irrumpe el llanto de un bebé anhelando un oído. Su mirada incipiente, es libre.
Israel Gajete Domínguez