martes, 14 de diciembre de 2021

La profesionalización de las mujeres artistas españolas.

 

 A mediados del siglo XIX, la pintora Emily Mary Osborn destacó las dificultades de las mujeres artistas en su cuadro Nameless and Friendless, que fue presentado en la exposición de verano de la Royal Academy en 1857. El lienzo mostraba una joven empobrecida que acude a un marchante para vender su obra ante la mirada atónita del galerista. La pintora quería reflejar, a través de esta representación, los conflictos que las mujeres artistas padecían a la hora de pintar, exponer y vivir de su arte debido a su escasa consideración como artistas y la falta de relaciones en el mundo del arte.


                                  Emily Mary Osborn

 En la actualidad, conocemos las obras de cientos de mujeres artistas y sabemos que fueron relegadas de las enseñanzas plásticas y de los circuitos de intercambio, exposición y compra durante más de dos siglos, por lo que su oficio pasó a ser una actividad de ocio, una afición o un entretenimiento, y aunque hubo mujeres que rompieron moldes y pudieron vivir de su arte, éstas fueron una minoría hasta bien entrado el siglo xx. La llegada de la primera mujer a la Royal Academy de Londres data de 1860.

Laura Knight utilizó el arma de la psicología en sus retratos/ Foto: “Portrait of Joan Rhodes”, 1955/ Royal Academy of Arts

 En Francia, no será hasta 1897 cuando se las permita la asistencia a clase tras un examen organizado exclusivamente para ellas, aunque ciertos aprendizajes, como el dibujo del cuerpo desnudo, estuvieron prohibidos hasta bien entrado el siglo xx, por ser una enseñanza que atentaba contra su «honorabilidad y debilitaba su feminidad». El desarrollo de los movimientos feministas en la década de 1970 puso en evidencia que la construcción de la sexualidad femenina, la definición de lo permitido y lo prohibido, de lo subversivo y lo legítimo se llega a reflejar de una manera clara en los códigos artísticos. 

Estas teorías han denunciado principalmente las imágenes estereotipadas que se han creado en el arte occidental a lo largo de siglos y varios han sido los campos de estudio. El primero trataría de responder a la pregunta que Linda Nochlin planteó en la revista ArtNews en 1971: «¿Por qué no hay grandes mujeres artistas?», y el segundo respondería a una cuestión complementaria: «¿Por qué las mujeres artistas que han existido han sido silenciadas?». En esta primera década del siglo xxi, se han llevado a cabo nuevas propuestas de visibilización desde diferentes instituciones artísticas: la Tate londinese comenzó, en el año 2007, a estudiar sus colecciones para evitar ciertas carencias de representación y el centro Georges Pompidou parisino, por medio del proyecto elles@pompidou, está adquiriendo nuevas obras que amplíen su repertorio. Siguiendo la misma lógica, las grandes exhibiciones y ferias internacionales se han sumado a la nueva ola de cambio, así, el Documenta XII de Kassel propuso que la mitad de las artistas fueran mujeres, al mismo tiempo que, en Estados Unidos, se estaban celebrando las exposiciones WACK! Art and Feminist Revolution y Global Feminisms, que dieron nuevas claves de interpretación y análisis al campo artístico.


 En España, la exposición Genealogías feministas en el arte español 1960-2010, que ha tenido lugar en el año 2013 en el Museo de Arte Contemporáneo de León, ha pretendido subrayar la importancia que han tenido los discursos sobre el género y la identidad sexual en la producción artística española desde la década de 1960 hasta la actualidad, y ha tratado de hacer visible las obras de numerosas artistas españolas —la mayoría mujeres— desdeñadas u olvidadas.

                                                  

                               Sonia Delaunay

A través de las páginas de este artículo, y mediante el estudio de las memorias y los escritos de dos pintoras españolas del siglo xx con trayectorias vitales y profesionales muy diferentes, vamos a tratar de valorar el peso que determinadas instituciones tuvieron en su devenir profesional. De esta manera, se analizará el sistema educativo, la familia y el peso de la religión, así como el contexto histórico, político y social en el que vivieron y que alentaron o restringieron determinadas prácticas artísticas. Al contrario que la joven pintora Emily Mary Osborn, Maruja Mallo y Amalia Avia lograron vivir de su arte y alcanzaron un éxito relativo, pues sus obras se encuentran en colecciones particulares y museos nacionales e internacionales. Maruja Mallo, formada en los albores de la Segunda República y exiliada a Buenos Aires durante la Guerra Civil, pudo formarse como pintora en la Academia de Bellas Artes en Madrid y desde su juventud contó con el soporte familiar y con el apoyo de un nutrido grupo de intelectuales que confirmaron su valía públicamente y compraron sus cuadros, lo que impulsó su carrera como artista. 

 Sin embargo, Amalia Avia, nacida en los años veinte y residente en un pueblo de Toledo durante la posguerra española, no cursó estudios formales de arte y se integró en el campo artístico de manera tardía. Su familia veía el arte de pintar como un entretenimiento, pero no como una futura profesión, y el contexto social y político de la España franquista hizo que las mujeres, en cuanto agentes activos, fueran relegadas del relato público, porque su papel principal pasaba por ser madres y esposas. Maruja Mallo y Amalia Avia son, por el contexto histórico y social en el que vivieron, dos figuras representativas para el análisis de la profesionalización de la mujer artista en las primeras décadas del siglo xx en España, y sus trayectorias vitales y profesionales nos permiten comprender las dificultades y las oportunidades que ambas mujeres tuvieron para pintar y vivir de su arte. 

 Maruja Mallo Maruja Mallo vivió en un momento de intensos cambios políticos, sociales, económicos y culturales. En 1909, se estableció la escolarización obligatoria hasta los 12 años, medida que favoreció la caída progresiva de las tasas de analfabetismo femenino, y las aulas universitarias, cerradas a las mujeres en los siglos anteriores, abrieron al fin sus puertas. La Constitución de 1931, promulgada con la llegada de la Segunda República, otorgó los mismos derechos electorales para los ciudadanos y las ciudadanas, y la Ley del divorcio y de matrimonio civil de 1932 afirmaron la creación de un estado laico. Mallo, nacida en 1902, el mismo año que se estrenó la película Viaje a la Luna, de Georges Meliès, en París, pasó la mayor parte de su infancia entre Asturias y Galicia. La pintora era la cuarta hija de una familia numerosa y aunque poco se conoce sobre su madre —fallecida cuando la artista tenía veinte años de edad—, su padre, próximo a las ideas krausistas, tuvo un papel decisivo en la formación de sus hijos: […] mi padre era un hombre muy culto, leía mucho, sobre todo de literatura francesa, y se dio cuenta de mi vocación. Mi padre vino conmigo al examen previo para ingresar en Bellas Artes, y a la salida, los profesores dijeron: la única, la única señorita que ha sido aprobada y de lo mejor de lo mejor. Esto a mi padre, como yo era una cría, le puso muy contento. El soporte moral y económico de su familia y la sintonía intelectual con varios de sus hermanos —que le introducirían en el grupo de artistas, poetas y literatos del Madrid de los años veinte— fue clave en el desarrollo de su profesión como artista, pues, como menciona la historiadora de arte Estrella de Diego: «a la hora de estudiar a las pintoras resultan decisivas la educación y las expectativas del entorno». La temprana vocación artística de Mallo y el apoyo de sus padres hizo que no tuviera la educación que parecía corresponder a las «señoritas» de principios del siglo xx, centrada en el estudio de la música, el dibujo y el francés, y adoctrinadas para ser buenas madres y esposas. Para las mujeres de la clase burguesa, la práctica artística era «adecuada», porque educaba el buen gusto además de entretener, pero Mallo dio un paso más y perfeccionó la técnica del dibujo y la composición desde muy temprana edad, primero en la escuela de arte de Avilés y, a partir de 1922,en la Escuela Nacional de Bellas Artes de Madrid.

                              Maruja Mallo- Estampas cinemáticas
 
En los años veinte, germinaba en toda Europa, y también en España, un nuevo tipo de artista comprometido con la sociedad y con su arte, al tiempo que surgía una nueva concepción de mujer entre las páginas de las escritoras, las pintoras y las filósofas, todas ellas conscientes de su derecho a opinar sobre el arte, la política o la vida. Las primeras obras de Mallo muestran ya esa libertad y reflejan, por una parte, las transformaciones del mundo urbano con la aparición de los primeros tranvías y vehículos que tanto cambiarán la estructura de las propias ciudades y, por otra, el nacimiento de una mujer que lee, viaja, hace deporte y se pasea sola, sin los corsés que amenazaban su cuerpo en los años anteriores. 2.1. Un campo artístico en transformación Los estragos de la Primera Guerra Mundial habían tambaleado en toda Europa el sistema de representación, y las vanguardias artísticas de principios del siglo xx se enfrentaron a las tradiciones de las academias: el arte tenía que innovar y experimentar y el artista debía buscar la libertad individual para componer, escribir o pintar. Las señoritas de Avignon, el cuadro pintado por Picasso en 1906, fue la obra fetiche que abriría paso a toda una nueva forma de entender la pintura, alejada de un arte académico regido por las proporciones y el realismo. En España, la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando estaba perdiendo el valor institucional de los siglos anteriores. Las academias, máxima expresión del gusto de la nación, porque a través de ellas se gestionaban y se apoyaban a todos los grandes premios y exposiciones a los que estaba «obligado» a asistir el «artista» si quería ser reconocido y si pretendía vender sus obras, estaban dejando paso a otro tipo de formación, más libre y autodidacta, a través de los estudios de arte.

 

Mallo inició su carrera de pintora en un momento en el que el artista académico estaba dejando paso al artista vanguardista. El artista académico era un profesional en el sentido weberiano del término, porque en su actividad existía una vocación, una competencia especializada, y una posibilidad de reconocimiento social, cualidades que supuestamente se conseguían tras pasar por la academia: vocación porque sólo los más dotados lograban superar las pruebas de selección, las cuales no eran fáciles; la competencia especializada porque tras cuatro o cinco años de estudio teórico-práctico se presumía que el artista había aprendido todos los conocimientos necesarios para ejercer su actividad de una manera profesional y, por último, el pertenecer a la institución académica dotaba a los artistas de un reconocimiento social que les iba a permitir tener un número de clientes a los que vender sus obras. Maruja Mallo vivió entre los dos mundos: la institución académica le permitió relacionarse con otros estudiantes, como José Moreno Villa y Dalí —a través del cual conocería a todo el grupo de la Residencia de Estudiantes integrada por Buñuel, Lorca y Alberti—; en la Academia perfeccionó las técnicas clásicas del dibujo, y obtuvo el diploma con el que podría presentarse a las oposiciones de profesora años más tarde. Pero la inquietud y el interés en descubrir nuevos horizontes artísticos llevaron a Mallo a integrarse en las clases de dibujo libre del pintor Julio Moisés, espacio que compartió con otros jóvenes artistas vanguardistas, un lugar donde no sólo se esculpía o se pintaba, sino que también se debatía sobre temas políticos y sociales, porque el artista estaba convencido que el arte podía y debía ser un instrumento de cambio y mejora social. 
Las exposiciones nacionales de bellas artes celebradas desde 1856 hasta 1968 en Madrid fueron la ventana oficial donde exponer y ser reconocido públicamente, aunque los pintores vanguardistas inauguraron otros canales alternativos en los que mostrar sus obras. Mallo comenzó a exponer a la edad de veinte años en la II Exposición de Arte Avilesino y, desde su segunda exposición en la Feria de Muestras de Gijón, en 1927, tuvo el reconocimiento de jóvenes críticos como Miguel Pérez Ferrero, Ernesto Giménez Caballero y José María Quiroga Plá, que reseñaron sus obras La isleña y varios cuadros pertenecientes a las series «Verbenas» y «Estampas», pero la exposición que le dio el empuje definitivo fue la inaugurada el 26 de mayo de 1928 en los salones de la Revista de Occidente. El encuentro entre Mallo y el filósofo madrileño Ortega y Gasset surgió a través del crítico literario y periodista Melchor Fernández Almagro, quien le habló de la singularidad de la pintora. La exposición fue un punto de inflexión en su carrera artística, y numerosos intelectuales, escritores, periodistas y poetas pertenecientes a la escena intelectual madrileña comenzaron a escribir sobre su trayectoria profesional, como Francisco Ayala, Manuel Abril, Enrique Azcoaga, José Bergamín, Josefina Carabias, Federico García Lorca y el crítico cinematográfico Luis Gómez Mesa, entre otros. Bourdieu, en Las reglas del arte, señala que el productor de la obra de arte no es el artista, sino el campo de producción artístico, pues es en este campo donde se origina el valor de la obra de arte como fetiche, al producir la creencia en el poder creador del artista.
 La obra de arte sólo sirve como objeto simbólico provista de valor si es conocida y está reconocida, es decir, si está socialmente instituida como obra de arte por academias, prensa especializada, críticos y espectadores dotados de la disposición y de la competencia estéticas necesarias para conocerla y reconocerla como tal. Mallo contó, desde sus primeros años en Madrid y prácticamente hasta el final de sus días, con el apoyo de una crítica que conectaba con los presupuestos de su pintura, un arte que trataba de innovar y romper con el pasado por medio de la renovación formal y estética o, como señalara la política y ministra durante la Segunda República Federica Montseny en la Revista Blanca, en 1926, «un arte del pueblo y para el pueblo» . 
Socialización profesional

 La joven Mallo vivió en un Madrid de más de ochocientos mil habitantes por la que circulaban coches y tranvías, y cuyos ciudadanos se desplazaban de Chamartín a Sol a través de la primera línea de metro inaugurada a principios del siglo xx. La capital estaba viviendo una etapa de relativa prosperidad y era un hervidero de teatros, cafés y salas de cine: el Cine Doré abrió sus puertas en 1912; el Real Cinema, en 1918; el Monumental Cinema, en 1923, o el Cine Pavó, en 1924. La Gran Vía, con el cine Callao, el Palacio de la Música, el cine Avenida o el Palacio de la Prensa, era la arteria que acogía las salas de los espectáculos más modernos e ir al cine comenzaba a ser toda una actividad de ocio para la clase media. 

                            

                                                    
                             Emily Mary Osborn 
                  
                
                                           
  Maruja Mallo, al igual que toda la vanguardia española, estuvo muy influida por la gran pantalla concediendo al cine el papel de arte moderno por excelencia y desde Alberti hasta Dalí o Buñuel escribieron o teorizaron sobre esta nueva fuente de creación. Mallo pintó las Estampas cinemáticas entre 1927 y 1928 y décadas más tarde recibió el encargo de una obra mural de gran tamaño para la sala principal del cine de Los Ángeles, en Buenos Aires, sobre la que experimentó con una amplia gama de soluciones técnicas: papel celofán, botones, bombillas de colores, conchas y estrellas de mar incrustadas, etc. y de la que hoy solo se conservan fotografías. En este Madrid en pleno crecimiento y desarrollo social y cultural, Mallo gozó de una libertad de movimiento que no era habitual entre las mujeres de la clase burguesa. Era una «paseante» que, sola o en compañía de amigos, exploró ambientes muy diversos: de las visitas al Prado, a las tascas de los proletarios que surgían en los barrios más periféricos, de los hoteles como el café del Rector Club’s en el Palace, donde se bailaba al son del jazz o de las nuevas danzas, a las zonas más deprimidas de Madrid en compañía de los artistas Alberto Sánchez y Benjamín Palencia o del poeta Pablo Neruda. Caminar sin destino o pasear sin rumbo fijo eran actos que trastocaban las normas establecidas, en una sociedad que, pese a los tímidos avances en materias educativas o sociales, es aún muy conservadora. Mallo, además, se inmiscuye en espacios exclusivamente masculinos, como los cafés y los debates que en ellos tenían lugar, participando en las tertulias de la Revista de Occidente, de Ortega y Gasset, la de Cruz y Raya de Bergamín, la del Café de San Millán en la Latina y la de la Residencia de Estudiantes invitada por Buñuel y Lorca, a los que conocería gracias a Dalí y con quienes colaboró en múltiples ocasiones. Rafael Alberti se convertiría en su pareja en estos años de formación, y el intercambio intelectual y artístico entre ambos quedó patente en muchos de los poemas de Alberti: De la mano de Maruja [Mallo] recorrí tantas veces aquellas galerías subterráneas, aquellas realidades antes no vistas que ella, de manera genial, comenzó a revelar en sus lienzos. «Los ángeles muertos», ese poema de mi libro, podría ser una transcripción de algún cuadro suyo.    
Mientras que las tertulias de los cafés tenían un claro sesgo masculino, un nutrido grupo de mujeres de clase media alta, con una amplia formación y muchas inquietudes intelectuales tuvieron la idea de crear un club femenino que se convertiría en un referente para la generación de mujeres más jóvenes, entre las que se encontraba Mallo. El Lyceum Club fundado en 1926 por María de Maeztu, Victoria Kent, Zenobia Camprubí, Amalia Salaverría y Carmen Baroja, entre otras, fue un lugar de encuentro en el que participaron poetas, dramaturgos, científicos y artistas1. El cuadro La tertulia, de la pintora Ángeles Santos refleja parte del espíritu de estas reuniones: cuatro mujeres —algunas con rasgos andróginos y corte de pelo a lo garçon— están leyendo, fumando, hablando y mirando directamente al espectador sin ningún tipo de pudor, controlando su espacio y sus poses. La pintura presentaba a un grupo de jóvenes abanderadas que, tanto por su forma de vida, como por su profesión o su actividad política, fueron capaces de inaugurar nuevos espacios de libertad, como fue el caso de Carmen de Burgos o María Martínez Sierra. Burgos fue presidenta de la Cruzada de Mujeres Españolas y la Liga Internacional de Mujeres Ibéricas e Iberoamericanas y escribió sobre la situación de la mujer contemporánea en su obra La mujer moderna y sus derechos, en 1927. Martínez Sierra escribió cinco libros sobre mujer y feminismo entre 1916 y 1932 y ejerció como secretaria de la Alianza Internacional del Sufragio de la Mujer y a finales de los años veinte formaba parte de la fundación de la Asociación Femenina de Educación Cívica.
Otras mujeres con voz propia en la España de los años veinte fueron Margarita Nelken, con sus obras La condición social de la mujer (1919) y Las escritoras españolas (1930), y Victoria Kent y Clara Campoamor, quienes tuvieron un papel decisivo en los tribunales. Este nutrido grupo de mujeres, gracias a su esfuerzo y a su implicación por crear una sociedad más igualitaria, influyó en la siguiente generación de mujeres que hallaron un terreno fértil en el que la nueva imagen femenina ofrecía sugestivas intersecciones con los florecientes movimientos de vanguardia. El Lyceum cerró sus puertas durante la Guerra Civil y tras la contienda se convirtió en la sede del Círculo Medina, un lugar de reunión de la Sección Femenina de Falange que devolvió a la mujer el papel de madre atenta y esposa cuidadosa, a través de las tareas que la Sección Femenina propuso: labores, puericultura, bailes regionales y cocina. Atrás quedarían los debates, las lecturas, los viajes y las acciones culturales y sociales de este grupo de intelectuales que vieron acallar sus propuestas con el exilio y cuya memoria permaneció oculta durante los años que duró la dictadura. Maruja Mallo bebió de las inquietudes de todas estas mujeres y formó redes de amistad que le facilitaron apoyo económico y moral en los momentos más difíciles. Durante sus años de formación, conoció a la escritora Concha Méndez y a la pintora Margarita Manso Robledo.

 Con ellas, formó un trío de jóvenes deseosas de transgredir las normas sociales y pasarlo bien, pues salían a la calle sin sombrero ante el asombro del gentío o se paseaban por espacios todavía reservados a los hombres: «[...] Estaba prohibido que las mujeres entraran en las tabernas; y nosotras, para protestar, nos pegábamos a los ventanales a mirar lo que pasaba dentro». Estas mujeres estaban siendo conscientes de la importancia de sus aportaciones intelectuales y buscaron lugares de encuentro y creación sin la presencia masculina. Entre ellas, se formaron fuertes lazos de apego, pero también de admiración y de respeto: Maruja Mallo pintó a Concha Méndez como a una mujer deportista y libre, Méndez dedicó poesías a Rosa Chacel, a María Zambrano y a Ángeles Santos; Norah Borges, Chacel y Mallo colaboraron en la revista de vanguardia La Gaceta Literaria; Mallo participó en la tertulia de los domingos en casa de Zambrano y se cartearon durante años y una de las últimas entrevistas de Mallo antes de marcharse a París fue realizada por la periodista Josefina Carabias, que alaba la trayectoria de la pintora y se interesa por su obra y por las exposiciones que va a realizar en la capital francesa y en donde Mallo destaca que la clave de su éxito es «el trabajo y el ansia de aprendizaje de nuevas ramas artísticas como la escenografía». La guerra detuvo estos encuentros, aunque formó nuevas relaciones en el exilio, de las que surgieron interesantes colaboraciones, como es el caso de Mallo y la editora Victoria Ocampo, que le abrió las puertas a la clase adinerada bonaerense y a través de la cual accedió a compradores y galeristas, a los que pudo vender sus obras y ser económicamente independiente

                             Margarita Manso Robledo

Mallo se empapó de la vida urbana y fue formando su propia idea del arte a través de sus paseos, la asistencia a reuniones, las visitas a museos y las lecturas de poetas y otros teóricos en boga en aquellos años, como Marx y Freud. La artista participó y se integró en un universo muy masculino que la acogió por su valía y posiblemente también por su excentricidad2. En 1932, la Junta de Ampliación de Estudios de Madrid le otorgó una pensión en París y, gracias a sus relaciones con Picasso, Bretón, Miró, Aragon, Arp y Magritte, expuso un total de diecisiete obras de sus series «Estampas», «Cloacas y campanarios» en la galería fetiche del surrealismo francés Pierre Loeb. Con ello inició un proceso de metamorfosis que la alejó del naturalismo de la serie «Verbenas», de gran colorido y vitalidad, y se adentró en un mundo onírico más tenebroso, posiblemente como preludio del desmembramiento de la España de los años posteriores. 

2.3. Exilio y retorno En los primeros meses posteriores al estallido de la Guerra Civil, Mallo se desplazó a Portugal y, desde Lisboa, tomó un barco a Buenos Aires auspiciada por la poeta y embajadora de Chile en Portugal, Gabriela Mistral. El horror vivido durante la Guerra Civil quedará reflejado en cuatro artículos publicados en La Vanguardia en el mes de agosto de 1938, bajo el título de «Relato veraz de la realidad de Galicia». Mallo permaneció en la capital argentina de 1937 a 1964, donde prosiguió con su intensa vida social, codeándose con intelectuales, pero también con la élite financiera y cultural bonarense. Durante aquellos años, viajó, expuso y dio conferencias en toda Sudamérica y Estados Unidos y vivió por el arte y gracias al arte a través de la venta de sus obras y de los ingresos de sus libros, premios y conferencias. 
La pintora viajó a España por primera vez en 1961 y se instaló definitivamente, cuatro años más tarde, en Madrid, una ciudad que tímidamente abría sus puertas a los influjos extranjeros. Sus primeros años fueron solitarios. La mayoría de sus amigos habían muerto o seguían en el exilio y la falta de relaciones sociales a las que estaba tan acostumbrada calaron en la vida de la pintora: «[…] y yo sola en el Hotel Palace y las galerías llenas de pintura informalista, que es un estilo totalmente franquista». A esta soledad, se unían los recuerdos placenteros del Madrid de su juventud, cuando la artista contaba con el apoyo de intelectuales, escritores y amigos con el idílico proyecto de alterar la vida cultural de un país en movimiento. Sin embargo, la fuerza intelectual y artística de la pintora hizo que conectara con un grupo de jóvenes deseosos de nuevos aires de libertad tras años de oscurantismo artístico. Sus  nuevos amigos, muchos de ellos artistas, críticos de arte o comisarios, dieron a conocer a la pintora: Consuelo de la Gángara publicó la primera monografía sobre Mallo en 1976, y en 1982 recibió la Medalla de Oro de Bellas Artes concedida por el Ministerio de Cultura, aunque el verdadero reconocimiento le llegará —como a la mayoría de las mujeres artistas españolas— tras su muerte.

Amalia Avia 

Amalia Avia tenía cinco años cuando se promulgó la Segunda República española y diez años cuando estalló la Guerra Civil. La pintora nació a mediados de los años veinte en el pueblo de Santa Cruz de la Zarza en Toledo y sus primeros recuerdos se remontan a la llegada de la guerra, que marcaría un antes y un después en la vida de su familia, debido a la temprana muerte del padre y de uno de sus tíos, y que enfrentó a su madre al reto de criar a todos sus hijos y dirigir la hacienda, trabajo al que no estaba muy habituada, pero que desempeñó con soltura. La guerra perturbó la estabilidad económica de la familia que hasta aquel momento vivía entre Madrid —donde disponía de una gran casa con chofer, cocinera y sirvientes— y el pueblo. Mientras que, en la capital, pasaron a pertenecer a una clase media con dificultades para llegar a final de mes, en el pueblo mantuvieron un cierto estatus propiciado por la madre, que vigiló cuidadosamente el respeto de ciertas normas sociales que recayeron principalmente en sus hijas, y con mayor incidencia en las más pequeñas. Para mantener su condición de clase y ante el temor que la guerra había inoculado en la sociedad española, las más jóvenes pasaron la mayor parte de su infancia recluidas en casa, sin poder salir solas a la calle o jugar con las niñas del pueblo. En ese limbo en el que no pertenecían a la clase privilegiada pero tampoco a la clase popular, la pintora experimentó fuertes contradicciones que la acompañaron a lo largo de su trayectoria vital. Avia percibió a temprana edad las diferencias de clase y también de género. La sobreprotección de una madre convertida en cabeza de familia hizo que no pudiera disfrutar de la libertad que otorgaba criarse en un ambiente rural, y solo participó en las tareas del campo —la matanza, la cosecha, hacer pan o queso— como observadora, admirando el duro trabajo del campesinado y su libertad para burlar las imposiciones de la Iglesia a través de las canciones y de los bailes en las noches de verano.



Solo había un aspecto en el que su familia se acercaba a las costumbres del pueblo y eran los hábitos alimenticios, con copiosas comidas de varios platos y numerosos invitados que se reunían para comer y jugar a las cartas hasta bien entrada la madrugada. Las relaciones con sus padres y, fundamentalmente, con su madre estaban basadas en el respeto y la obediencia. Las órdenes no se cuestionaban, ni se rebatían, ni se ponían en duda. El peso de la jerarquía, ya fuera familiar, eclesiástica o militar, trataba de imponer una cierta armonía, pero sobre todo funcionaban a través del miedo. Las referencias de la pintora en sus primeros años fueron su abuela materna, que alentó y apoyó a que todos sus nietos estudiaran, y su hermana mayor, que disfrutó de las prebendas de la Segunda República y estudió abogacía, profesión que no pudo ejercer debido a su muerte temprana, desgracia familiar que incrementó el sentimiento de tristeza, soledad y miedo de la artista. A la dureza de la pérdida de sus seres queridos, se sumó la imposición del luto: el duelo impedía asistir a bailes, fiestas y celebraciones, a veces durante varios años, costumbre que era mucho menos estricta con los varones, «quienes podían salir y entrar según su antojo» De nuevo, las diferencias de género y de clase marcarían el devenir de esta jovencita durante los primeros años de posguerra.

3. Amalia Avia 

 3.1. Casa, religión y campo 

El ritmo de las labores del campo y las celebraciones religiosas impregnaban todas las actividades sociales y lúdicas del pueblo, tal y como señala Avia en sus memorias: El otoño se celebraba la vendimia y la matanza, el invierno era la época de las misas diarias eternas y el frio imposibilitaba hacer otra cosa que no fuera estar en casa y recibir visitas, la primavera y los meses de verano eran los más divertidos pese a ser los meses de mayor trabajo, porque tenía lugar la recolección de trigo y cebada. El calor de julio y agosto daba lugar a las noches más frescas en donde los jóvenes agricultores se reunían después del duro trabajo. La Iglesia y la religión católica también vertebraron, en estos años posteriores a la Guerra Civil, los modos y las costumbres de la sociedad española: desde la educación, hasta la moral, desde las relaciones personales, hasta las relaciones de género. En las zonas rurales, el peso de la religión fue, si cabe, aún más presente. Avía pasó la infancia y la adolescencia asistiendo a misa casi a diario y tal fue el impacto de estas celebraciones que se pasó varios años deseando ser monaguillo, condición que no pudo llevar a cabo, al estar este «oficio» reservado a los varones. Quizá la joven viera en esta práctica una puerta de salida al aburrimiento y la rutina de su vida cotidiana. La casa del pueblo fue su espacio de recogimiento y espera, así como también el lugar en el que comenzó a esbozar sus primeros dibujos de una manera autodidacta. En el salón, atendía a las visitas de su madre, cosía, bordaba y escuchaba las novelas de la radio, único entretenimiento colectivo en los duros meses de invierno, cuando toda la familia se sentaba a escuchar «el parte» y las telenovelas radiofónicas al calor del brasero. La radio se había popularizado con la llegada de la Segunda República, y durante los años cuarenta y cincuenta fue una de las principales actividades de ocio y de información de la sociedad española. Las horas que Avía pasaba en casa, que eran muchas, las dedicaba a escuchar a las sirvientas y aprender de las dificultades de la vida en el campo. Desde muy joven, también la lectura se convirtió en otro de sus entretenimientos.

 Repasaba los mismos cuentos que su madre compraba durante sus viajes a Madrid, entre los que figuraban los libros de Elena Fortún, una escritora republicana y adepta de las ideas feministas que logró, a través del personaje de Celia, escapar y burlar a la censura y plantear ciertos temas como el de la maternidad o el trabajo desde una perspectiva que no se adecuaba al papel de mujer impuesto por el régimen. Con la llegada de la adolescencia, Avía inició sus paseos al monte para estar sola, sin otra compañía que alguno de los perros de la finca. En sus estancias en Madrid, también fueron muy importantes las visitas al cine. Sus películas preferidas eran las de la Pandilla, el Gordo y el Flaco, Charlot o Pamplinas. Avia pasó los primeros veinte años rodeada de mujeres y, a excepción de su hermana, por mujeres más mayores que ella, con escaso contacto con sus hermanos, a los que, en cierta manera, «trataba de evitar». El colegio de niñas al que asistió en la adolescencia tampoco ayudó a que su mundo se abriera a otras realidades. En la España de finales de los años treinta y cuarenta, la división de género estaba muy definida: cada uno ocupaba su espacio social según sus orígenes y la madre de Avia, como venimos diciendo, desempeñó un papel importante en la socialización de sus hijos en roles de género diferenciados, puesto que permitió a sus hijos varones ciertas actividades —viajar, asistir a fiestas y bailes— prohibidas para las jóvenes. La disciplina, el tedio hacia ciertas actividades y la monotonía de la vida de Avia lo encontramos en las memorias de otras mujeres nacidas en los albores del siglo xx, como Carmen Baroja, Concha Méndez o Ernestina de Champourcín, que confirman que, para muchas jóvenes de clase media, el arnés que las mantenía dentro de la rutina del trabajo doméstico, la costura y las prácticas religiosas resultaba atrozmente doloroso. Tedio que se veía incrementado por su condición de «hijas de familia», que restringía su libertad a través de la realización de actividades que tenían lugar principalmente en el interior de su hogar, pues el mundo externo era considerado peligroso y no indicado para las señoritas de buena familia.

«Cloacas y campanarios»  Maruja Mallo


 3.2. Campo artístico y educación en los años de posguerra 

Tras la Guerra Civil, se derogaron las leyes civiles de la etapa republicana y se revalidó el control ideológico de la Iglesia sobre la enseñanza, además, la Sección Femenina se convirtió en elemento de transmisión del papel secundario de las mujeres en la sociedad. Economía doméstica, labores, música y baile son las nuevas tareas que toda mujer española debe saber realizar. El nuevo régimen prohibió la coeducación y dificultó y a veces imposibilitó realizar ciertos trabajos, porque, según el Fuero de los Españoles, se pretendía «liberar a la mujer del taller y de la fábrica». Amalia Avia inició sus estudios con una profesora particular y en su adolescencia pasó a estar interna en el colegio aristocrático de la Asunción de Madrid. Los recuerdos de estos años giran en torno a los retiros espirituales y a las confesiones casi diarias. A ese colegio había asistido su hermana mayor cuando la familia tenía una mejor posición económica y Avia fue testigo de la desigualdad en el trato causado por la pérdida de poder adquisitivo. La enseñanza artística en este colegio estaba encaminada a adquirir buenas maneras y no cubrió las expectativas de Avía, que no finalizó el bachillerato, posiblemente porque no se sentía integrada en la institución y echaba de menos la vida en el pueblo. Como ha señalado Julia Varela, la presión de su madre junto con la de los colegios religiosos de señoritas «lejos de contribuir a la formación de un yo para la libertad, fueron en realidad más bien dos instancias clave que actuaron en tenaza para reproducir, y por tanto contribuir a perpetuar la domestificación de las mujeres». La pintora finaliza el servicio social en el castillo de la Mota, de Medina del Campo, a los veintitrés años. Tras completar esta formación, se traslada definitivamente, junto a su familia, a Madrid. El Servicio Social establecido en 1937 era obligatorio para todas las mujeres comprendidas entre los 17 y los 35 años durante un tiempo mínimo de seis meses y era imprescindible para tomar parte en oposiciones y concursos, obtener títulos, desempeñar empleos retribuidos en entidades oficiales o empresas estatales, al tiempo que sin su cumplimiento no se podía obtener el pasaporte. De esta manera, la Sección Femenina se hacía con el control de la formación, una formación que trataba de inculcar patrones supuestamente femeninos y que otorgaba a las mujeres los roles de ama de casa, esposa y madre. 

El Madrid de los años cuarenta se estaba recuperando de los bombardeos y destrozos de los años de contienda y era una ciudad pobre donde aún existían serios problemas para encontrar alimentos y puestos de trabajo. La madre de Avia creía que, en la ciudad, sus hijas tendrían mayores posibilidades de encontrar marido que en el campo y esta fue una de las razones principales de su traslado. Madrid le abrió nuevas oportunidades educativas y también sociales y, aunque en la sociedad española de posguerra, la pintura era vista como una distracción, un pasatiempo formativo en la educación de toda señorita y en ningún caso una posible opción profesional, para Avia asistir a las clases de pintura en el estudio del pintor y profesor Peña fue concluyente en su devenir como pintora: «Es difícil precisar lo que allí aprendí, pero sí puedo decir que el momento de poner el pie en su estudio fue tan decisivo en mi vida que ésta bien se puede dividir en antes o después de Peña»

. Avia inició, a partir de este momento, un periodo de gran actividad social y cultural que le llevan a visitar el Museo del Prado, leer a Machado, Lorca o Miguel Hernández y asistir a las clases nocturnas en el Círculo de Bellas Artes, una de las instituciones artística con más prestigio en el país, lugar de reunión de literatos, filósofos y pintores, además de centro de conferencias y debates, donde la pintora pudo dibujar por primera vez con modelo vivo, en un país donde aún no era bien visto este tipo de aprendizajes por considerarse inmorales, sobre todo si eran realizados por una joven artista. Acabada la Guerra Civil, las enseñanzas artísticas se impartían principalmente en las escuelas superiores de bellas artes de Madrid y Valencia. Las artesanales, en las escuelas de artes y oficios y en las escuelas de cerámica. Mediante las escuelas superiores de bellas artes, se pretendía formar artistas y profesores de dibujo para la enseñanza y por las de artes y oficios y artes decorativas se trataba de obtener artesanos y obreros cualificados 
 Mientras que el franquismo pretendió, con mayor o menor éxito, convertir el arte en política y el régimen concedió mucha importancia al arte religioso, las vanguardias artísticas fueron señaladas como responsables de la pérdida de identidad nacional, por ser consideradas antinacionales y cosmopolitas. La mayoría de los artistas vanguardistas comprometidos con la República y críticos con el bando nacional se exiliaron, con ello dejaron el país en manos de aquellos que preconizaban un arte clásico canalizado desde la Academia de Artes de San Fernando y promovido a través de las exposiciones nacionales de bellas artes y de los salones de otoño que tuvieron lugar en Barcelona. En este ambiente conservador comenzaron a despuntar los primeros indicios de cambio artístico con la llegada del movimiento abstracto o informalista. Amalia Avia alquiló un estudio junto a sus amigas y pintoras Esperanza Parada, Gloria Alcahud y Coro Salis y fue en este periodo cuando inició sus viajes al extranjero, primero a París, en compañía de Luis Feito, Carmen Laffón y Lucio Muñoz —que más tarde se convertiría en su esposo—, y posteriormente a Roma. La libertad que le concedió tener una «habitación propia» en la que poder pintar y reunirse le dio un gran respiro, y este espacio en el que recibir a sus amigos le permitió conocer las nuevas tendencias vanguardistas que estaban llegando a España y entablar relación con otros pintores, consciente de sus obstáculos: «[…] en el oficio de pintar no sólo valía hacerlo bien, sino hacer otras cosas que yo nunca alcanzaría». 

A comienzos de la década de los cincuenta, cuando la artista tenía veinticuatro años, tímidos aires de renovación llegaron al país y pese a que el régimen había distinguido un arte que enalteciera los valores nacionales bajo la sospecha del arte abstracto, ciertos artistas españoles fueron invitados a las exposiciones internacionales: Jorge de Oteiza ganó la IV Bienal de Sao Paulo en 1957 y empezó a destacar el grupo de pintores informalistas entre los que se encontraban Tàpies, Canogar, Millares, Saura, Suárez, Vela, Cuixart y Feito, entre otros. Las galerías de arte de reciente creación en aquel momento pasaron a ser los centros de reunión de intelectuales y poetas. 

La galería Biosca propiedad de Aurelio Biosca contrató a Juana Mordó como directora en 1958 y la galerista reunió y alentó en aquellos años a los nuevos pintores, en concreto, a los artistas del grupo El Paso. Juana Mordó, que abrió su propia galería con una exposición colectiva en 1964, invitó a un nutrido grupo de pintores abstractos, entre los que figuraban las pintoras Amalia Avia y Carmen Laffón, que, alejadas de los presupuestos informalistas, siguieron la estela del realismo que preconizaba Antonio López. Es interesante destacar este hecho porque,mientras la vanguardia española parecía ir de la mano del arte informalista, Avia y Laffón transgredieron esta tónica general y optaron por un arte más realista. Fueron, en definitiva, contra corriente y lograron salir airosas en el difícil mundo del arte. 

3.3. Conciliar Hasta bien entrada la juventud, Amalia Avia estuvo rodeada de sus hermanas, su madre, las amigas de su madre y las sirvientas, y no tuvo muchas amigas hasta sus años de formación en el Madrid de los años cincuenta, y cuando ya contaba veinticinco años. La moral cristiana impuesta durante la dictadura había calado duramente en las relaciones entre hombres y mujeres, y el régimen de Franco desarrolló una legislación que excluía a las mujeres de numerosas actividades, en el intento de mantenerlas en roles muy tradicionales. A finales de 1939, se prohibió a las mujeres inscribirse como obreras en las oficinas de colocación, salvo si eran cabezas de familia y mantenían a ésta con su trabajo, estaban separadas, se hallaba incapacitado su marido o eran solteras. Posteriormente, se prohibió el trabajo de la mujer casada si el marido tenía un mínimo de ingresos y la Ley de reglamentaciones de 1942 implantó la obligatoriedad de abandono del trabajo por parte de la mujer si se casaba, medida que se suprimió tras la aprobación de la ley de julio de 1961, que recogió el principio de igualdad de derechos laborales de los trabajadores de ambos sexos, pero la mujer todavía no podía firmar un contrato de trabajo, abrir una cuenta corriente o realizar una operación de compraventa sin la autorización de su marido. La profesión de artista era, aún si cabe, más difícil de ejercer, porque a las dificultades de aprendizaje estaban unidas las relaciones que se tenían que establecer en el campo artístico y que iban más allá de su destreza y habilidad o, por decirlo de otra manera, de su capacidad de creación. Amalia Avia fue consciente de la complejidad de ser artista por el hecho de tratarse de una mujer autodidacta en un ambiente donde incluso las pintoras dudaban de su valía: […] mis compañeras llevaban tantos años como ellos pintando y, sin embargo, todas adoptaron la misma actitud humilde y supeditada que posponía siempre nuestras inquietudes y nuestra vocación a las suyas. 
 
.Me podrían decir que nuestra vocación era menor que la de ellos; puede que así fuera, aunque habría que ver el porqué.  En los años cuarenta, por primera vez, una mujer, Julia Minguillón, consiguió una medalla de primera clase en la Exposición Nacional de 1941 por la obra La Escuela de Doloriñas y Marisa Roësset obtuvo una medalla de segunda clase con la pintura La Anunciación, y si bien fue constante y significativa la presencia de mujeres en las exposiciones nacionales de bellas artes, su participación estaba dentro de una línea estilística general que se situaba dentro de los cánones del naturalismo academicista cuando las vanguardias parecían señalar otros horizontes. 
Avia-  La Bobia (1963
Durante los años cincuenta, las pintoras que van emergiendo en la escena artística lo hacen muy lentamente y casi siempre a la sombra de sus compañeros. Su papel es secundario, como si no creyeran en su valía o dudaran que ellas también tienen interesantes ideas que aportar. La rígida moral cristiana impuesta en los años de posguerra y una educación centrada en la casa, el marido y los hijos había calado tanto en los hombres como en las mujeres, para quienes fue difícil encontrar referentes distintos a los que proponía la Sección Femenina: Mi grupo femenino era un grupo conservador. Entonces, viniendo de donde yo venía, no era consciente de ello. Pintar desnudos y beber vino en los estudios me parecía la revolución; pero la verdad es que constituíamos un grupo bastante conformista y aceptábamos sin rechistar nuestro papel de segundonas. Eso era precisamente lo que buscaban los hombres en las mujeres, y las artistas no constituían una excepción. 
Esperanza Parada decía con frecuencia: «Cuando os guste un chico no se os ocurra confesar que habéis leído el Quijote; os abandonará inmediatamente». Lo que Parada decía medio en broma era una gran verdad, y las palabras sabionda, intelectual o pedante eran las empleadas para designar a la chica que simplemente opinaba. 
El enlace de Amalia Avia con el pintor Lucio Muñoz y su posterior maternidad marcaron otro punto de inflexión en su vida, al tener que compaginar los pinceles con las faenas del hogar y la educación de sus cuatro hijos varones: «de forma que, mientras pintaba, no dejaba de estar con ellos». El matrimonio o unión de mujeres pintoras con hombres artistas no era nuevo y venía siendo una relación habitual desde el Renacimiento, al otorgar a las mujeres un ambiente más propenso a la creación y a las indagaciones artísticas, aunque generalmente subordinado al de sus compañeros, pues tenían que encargarse de otras tareas, como la casa y el cuidado de los hijos que restaba horas a su actividad profesional.

                                     Maruja Mallo

Avia realizó su primera exposición meses antes de casarse y su segunda exposición en abril del año 1961 en la Galería Biosca y aunque en sus memorias considera que el matrimonio y la maternidad supone un cambio más fuerte en la mujer que en el hombre, también señala la importancia que tuvo en su vida personal la complicidad con su pareja durante sus años de vida en común.

4. A modo de conclusión Se nos pregunta, con indulgente ironía, cuantas grandes artistas ha habido. ¡Eh! ¡Señores! Vistas las enormes dificultades que estas han tenido, lo sorprendente es precisamente eso; que haya habido tantas. 


Marie Bashkirtseff (1858-1884) En la profesionalización de las mujeres artistas, las características de los contextos nacionales desempeñaron un papel decisivo, como lo demuestra el caso de Rusia y también el de España en las primeras décadas del siglo xx. En ambos países, se promovió la educación femenina a todos los niveles y se aprobaron leyes que contribuyeron a su emancipación en el mundo laboral y político, lo cual dio origen a la presencia de muchas e importantes artistas.

En España, la Institución Libre de Enseñanza impulsó un tipo de educación que caló en ciertas élites y fue pionera a la hora de poner en marcha una serie de iniciativas pedagógicas destinadas a mejorar la condición de la mujer española. 

                                        Laffón

                         La Institución defendió el papel de la mujer como maestra, su derecho a acceder a todos los niveles de la enseñanza y la coeducación desde la primera infancia. Reformas que fueron decisivas para que un grupo de mujeres entraran con voz propia en el mundo tan masculino como el artístico. La España de Mallo aprobó el voto femenino y el divorcio, el peso de la religión y de la Iglesia estuvo puesto en entredicho durante la República y, aunque la sociedad española seguía siendo muy conservadora, Malló contó con el apoyo de su familia y sus amigos, además, la pertenencia a ciertas redes de poder fue decisiva para que prosiguiera su carrera como artista y pudiera ser económicamente autónoma.
 
                                    Julia Minguillón

El peso de la educación artística fue clave en su desarrollo como pintora por varios motivos: la asistencia como alumna a la Academia de Bellas Artes le otorgó unos conocimientos formales (teóricos y técnicos) y le permitió entrar en el círculo de los artistas y, con ello, la posibilidad de exponer, obtener becas, viajar y afirmarse y reafirmarse ante los demás como pintora. Maruja Mallo consiguió vivir de su obra, se apartó de los convencionalismos impuestos por la tradición, siempre manifestó ideas de acentuado carácter anticlerical y apostó por los cambios que preconizaba la República. 


                           Angeles Santos

  Un espíritu emprendedor y rebelde y el beneplácito de otros artistas, críticos e intelectuales que la concedieron legitimidad y posición en el mercado artístico fueron claves para que la pintora adquiriese una fuerte confianza en sí misma y se hiciera visible en un mundo copado por artistas varones. Otra de las mujeres referentes y pioneras del campo artístico español de principios de siglo fue la pintora cántabra María Gutiérrez Blanchard (1881-1932). Blanchard y Mallo viajaron a París siendo muy jóvenes y allí conocieron a otros artistas vanguardistas, con quienes compartieron los mismos cafés y salas de exposiciones; las dos fueron profesoras de dibujo por poco tiempo, puesto que abandonaron la docencia por el ambiente conservador que se vivía en las escuelas y permanecieron solteras y sin hijos, lo que les permitió una cierta libertad de movimiento

                        Marie Bashkirtseff 

5. El caso de Blanchard o Mallo no es único, a la misma generación que la pintora gallega pertenecen las pintoras Ángeles Santos (1911) y Remedios Varo (1908-1963) que iniciaron sus estudios de dibujo siendo niñas. El crítico Giménez Caballero comparó a Santos con Mallo en La Gaceta Literaria y Santos, al igual que Varo, se casó con un pintor. Remedios Varo se incorporó a la Escuela de Bellas Artes de 1924 a 1930 y, su tras su exilio a México, tuvo un gran éxito como pintora surrealista, a diferencia de Santos, que permaneció en 
María Blanchard

 España y dirigió su pintura hacia una posición más conservadora. Las tres artistas se nutrieron de los presupuestos ideológicos del surrealismo y en los tres casos pero especialmente en Varo y Mallo, se aprecia el carácter multidisciplinario del artista de vanguardia que toca todos los palos de la creación, ya sea la pintura, la fotografía, la escenografía o la literatura

Estas mujeres nacidas en los albores del siglo xx fueron, sin duda, figuras abanderadas en una sociedad donde aún estaba mal visto que las jóvenes acudieran a la Academia de San Fernando de Madrid sin la presencia de una señorita de compañía, lo que indica que las jóvenes que estudiaban arte pertenecían a las clases medias altas. Estas mujeres no se incorporaron a la práctica artística por pasatiempo ni siguiendo la tradición familiar, aunque en muchos casos contaran con hermanos o esposos pintores.


 

  El acceso a los estudios artísticos y la libertad de movimientos que tuvo Maruja Mallo le posicionaron en los lugares en los que se hablaba y se debatía sobre temas artísticos y literarios, lo que le brindó nuevos y continuos conocimientos que aplicó a su arte y a su vida. Podemos deducir que las mujeres que formarían parte de las vanguardias de los años veinte encontraron menos obstáculos para desarrollar una vocación artística que la generación de mujeres formadas durante los años que duró la dictadura franquista, como es el caso de Amalia Avia. 
Maruja Mallo

 La pintora toledana vivió en un contexto donde el matrimonio, la maternidad y el repliegue de la mujer en el ámbito de lo privado era el camino que toda mujer «decente» debía seguir. 

 El peso de la Iglesia en los asuntos morales, los problemas económicos a los que había sumido la Guerra Civil a su familia, las leyes laborales discriminatorias para las mujeres y la vuelta a la tradición impuesta en la Academia de Arte dificultaron el acceso de las mujeres a las enseñanzas artísticas: pintar para una mujer volvía a ser un asunto para entretenerse y entretener. No debemos olvidar que, durante el franquismo, la institución eclesiástica articuló un sistema educativo que dificultó la formación intelectual de las mujeres, con unos planes de estudio diferenciados en el que destacaban cursos de puericultura, hogar y economía doméstica, con el fin de prepararlas para el rol de madres y esposas.  
Carmen LaffónEs interesante destacar este 
fueron las dos únicas mujeres que participarAdemás, el restablecimiento del Código Civil de 1889 durante la dictadura franquista representó un retroceso en los derechos de las mujeres, al elevar su mayoría de edad legal a los veinticinco años, obligarles a obedecer a su marido (art. 57), a adoptar su residencia (art. 58), su nacionalidad (art. 22) y otorgar sistemáticamente al esposo la administración de los bienes conyugales (art. 59) . Avia no se planteó su vocación artística hasta muy tarde, cuando se instaló en Madrid a finales de los cuarenta y empezó a frecuentar a un nutrido grupo de pintores, pero incluso en ese momento sintió «que nadie se tomaba en serio el papel de mujer artista».  
Julia Minguillón

Atrás quedaba el asociacionismo femenino que tan importante fue para las mujeres artistas, al ofrecer a las socias apoyo, relaciones, espacios de exposición y clientes. Estos grupos de mujeres que progresaron en Europa y en Estados Unidos desde la segunda mitad del siglo xix, como la Union des Femmes Peintres et Sculpteurs, que nace en 1882; la Society of Lady Painters, creada en Londres en 1857, o la Verein der Berliner Kürnstlerinnen alemana, con sede en Berlín y que llegó a contar con más de mil miembros en la década de 1930 no encuentra su contrapartida en la España de los años cuarenta y cincuenta, y habrá que esperar hasta los años sesenta para los primeros atisbos de asociacionismo femenino en España. 



Cuando Berthe Morisot murió en París en 1895, la familia quiso que, en su certificado de defunción, pusiera: «Sin profesión».
 Maruja Mallo y Amalia Avia tuvieron distintos devenires artísticos, pero ambas fueron mujeres comprometidas con el momento en el que les tocó vivir. Mallo valoró el arte popular, ironizó contra los poderes de la jerarquía eclesiástica, militar y política, y apoyó los presupuestos de la República. Avia vivió durante la posguerra su oposición al régimen y, al tiempo que criaba a sus hijos y compaginaba los lienzos con los pañales, logró ser algo más que la esposa de un pintor reconocido, además, tuvo la osadía de alejarse de las modas artísticas que preconizaba el arte abstracto. 
Las dos se sintieron artistas, y con la libertad y la dificultad que otorga el lienzo en blanco, trataron de vivir de su creación. Sin doblegarse a tendencias o influencias externas, las dos consiguieron que sus cuadros fueran reconocidos por la crítica y expuestos en las salas de arte para que pudieran ser contemplados por todos nosotros.



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