Barbara Kruger nació en Newark, Nueva Jersey, en 1945. Después de asistir a la Escuela de Artes Visuales de la Universidad de Syracuse y de estudiar arte y diseño con Diane Arbus en la Escuela de Diseño de Parson en Nueva York, obtuvo un trabajo de diseño en Condé Nast Publications .
Trabajando para la revista Mademoiselle, rápidamente fue ascendida a diseñadora principal. Posteriormente, trabajó como diseñadora gráfica, directora de arte y editora de imágenes en los departamentos de arte de House and Garden, Aperture y otras publicaciones. Esta experiencia en diseño es evidente en el trabajo por el que ahora es reconocida internacionalmente.
Encontró como en fotografías ya existentes, añadiendole un texto conciso y agresivo, involucrar al espectador en la lucha por el poder y el control al que hablan sus subtítulos. En sus letras negras de marca registrada sobre una barra de fondo rojo, algunos de sus lemas reconocibles al instante dicen "Compro, luego existo" y "Tu cuerpo es un campo de batalla".
Gran parte de su texto cuestiona al espectador sobre feminismo, clasicismo, consumismo y la autonomía y el deseo individual, aunque sus imágenes en blanco y negro se seleccionan de las principales revistas que venden las mismas ideas que ella está discutiendo.
Además de aparecer en museos y galerías de todo el mundo, el trabajo de Kruger ha aparecido en vallas publicitarias, carteles, parques públicos, en el andén de una estación de tren en Estrasburgo, Francia, y en otros lugares públicos. Ha impartido clases en el Instituto de Arte de California, Escuela del Instituto de Arte de Chicago y en la Universidad de California, Berkeley. Vive en Nueva York y Los Ángeles.
«Todo y todos estamos dentro del mercado. Fuera del mercado no hay nada». Somos inevitablemente parte del engranaje, por lo que su obra es puro mercado para luchar contra sí mismo… Contradicciones de la postmodernidad.
Debajo de cada imagen siempre hay otra imagen. A veces son tan transparentes como haces de luz y tan endebles como las calcomanías que se disuelven en agua. En el campo visual funcionan como el texto según lo entendía Roland Barthes: un espacio multidimensional en el que una diversidad de escritos, ninguno de ellos originales, se combinan y se enfrentan. Esa idea de textualidad expandida encajó como anillo al dedo en una Barbara Kruger (Nueva Jersey, 1945) de 35 años que andaba persiguiendo un nuevo sentido a la idea de representación de la imagen. Junto a ella estaban Sherrie Levine y Louise Lawler, con las que apenas se llevaba dos años, y Cindy Sherman, algo más joven, una cuadrilla de mujeres artistas dispuestas, también, a desmitificar los entresijos del arte contemporáneo.
En la Metro Pictures de Nueva York encontraron en 1980, justo hace ahora 40 años, el lugar desde el que cuestionarlo todo, especialmente la imagen fotográfica y cómo se movía entre las noticias, la publicidad y la moda. Lo serial y lo simulado ganaba la partida ante la idea de que había una verdad sólida y única. Sus fotos eran encontradas o apropiadas, rara vez originales, y se colaban por las rendijas de la cultura de masas complicando las reivindicaciones de autoría y autenticidad tan importantes para la estética moderna, de Picasso a Pollock, tirando por tierra el mito del maestro, siempre hombre, que se había impuesto hasta entonces. Esa brecha feminista tan importante hoy.
No es casualidad que se reivindique a estas artistas justo ahora, un momento en que de nuevo vivimos una transformación cualitativa en los medios de comunicación de masas que cambiará todo el contexto de la producción, la distribución y la recepción de la información. Momento, también, de colapso de una sociedad de consumo que parece haber explotado y de un capitalismo que actualmente parece no ofrecer futuro. Una época que se pregunta por sus límites como nunca y donde el arte político pide paso: Barbara Kruger gritando hace unos días desde las páginas de The New York Times que “un cadáver no es un cliente”. Un puñetazo en la nariz ideológica de Trump. Ya en febrero pasado, Kruger ocupó las calles de Los Ángeles en ocasión de la celebración de la feria Frieze en la ciudad estadounidense con 20 preguntas en blanco y verde (el color del dinero, la envidia y los malos) que ocupaban pancartas, carteles publicitarios y vinilos en el suelo hablando de un mundo del arte sufriendo otro encierro: el de su propia jerarquía. ¿Quién compra la estafa?, se leía a pocos metros de la feria. Un mensaje tan profético como aquel Es sólo cuestión de tiempo de Félix González-Torres colocado también en vallas publicitarias durante el último Arco.
A sus 75 años, Barbara Kruger sigue sacando pulmón en busca de nuevas coordenadas para la acción lejos del corsé que tiene el campo cultural, aunque haciendo malabares con los dilemas de lo político, lo cotidiano y lo económico. Es poco amiga del mercado del arte, aunque es fácil ver lotes con sus obras circulando por casas de subastas. Hasta 902.500 dólares alcanzó una de sus fotografías en 2011, en un récord de Christie’s. Siempre se ha sentido incómoda con el capital, aunque hace unos meses ha firmado con la galería David Zwirner de Nueva York relativizando un poco su inquietud con las maquinaciones del poder. De hecho, suele decir que prefiere ir al infierno que a las cenas e inauguraciones de sus exposiciones, pese a tener una en puertas, el próximo noviembre en el Art Institute de Chicago si la pandemia lo permite. Será su mayor retrospectiva de los últimos 20 años, un repaso exhaustivo a cuatro décadas de crítica a los estereotipos, a las desigualdades sociales y a las realidades políticas que otros muchos han engullido, copiado y reformateado desde muy diferentes frentes, de la marca de ropa Supreme al videoclip de Hip de las Mamamoo.
De esas contradicciones vive el arte. Solo si los artistas activistas son capaces de conservar una mirada crítica y sin componendas sobre sí mismos y las intenciones de su trabajo, lo que no siempre es fácil, podrán probar que el apoyo por parte del mundo del arte no es el beso de la muerte para las prácticas de arte críticas. Dice Barbara Kruger que hay estrategias de consumo que mutan en formas de resistencia, como el rap contra la obediencia o la novela rosa como un espacio para la fantasía. Que el arte es una vía de escape lo sabemos. También que es un espacio de libertad, una forma de relacionarse, una manera de superar el miedo. ¿Por qué, entonces, hay tan poca conciencia política? Lo pensaba Kruger cuando se apuntó a las clases de Diane Arbus en la escuela de diseño Parsons de Nueva York y lo sigue haciendo hoy, disparando mensajes en busca de esa verdad enfática del gesto en las grandes circunstancias de la vida, algo que no puede ser más pertinente ahora mismo. La esfera pública como el gran tesoro del arte.
Tal vez ahí esté la clave. Llevamos años escuchando decir que el papel del arte es recontextualizar su statu quo e igual ha llegado el momento de pensar que igual el problema viene de cómo estamos acostumbrados a ver y evaluar el arte. Tendemos a olvidar que el mundo profesional no está exento de la alegría y el sentido de hacer y de comunicar, sin ser autómatas del telecontrol. A veces es así de simple y poderoso.
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