Hay batallas perdidas
en las trincheras de lo profano que resonarán como un eco triunfante
en los anaqueles de la historia: la victoria moral del vencido. Isaac
Díaz Pardo se hizo hombre en un paisaje de derrota y, pese a verse
forzado a bregar en una tierra quemada, su lucha no cejó hasta los
últimos días, consciente de que se llevaba a la tumba un poso de
amargura inmerecido y el unánime reconocimiento de su pueblo.
El intelectual galleguista, que murió en A Coruña a los 91 años, contribuyó a dar forma a su tierra.
Mente
preclara y faro de largo alcance, fue uno de esos seres que construyen
un país, una cultura, pues sus vidas son una obra en sí misma. La
cerámica de Sargadelos es sólo el escaparate de una industria cultural
fomentada por este artista, editor, empresario y escritor nacido en el
Santiago de 1920, antesala del horror.
Era
un muchacho cuando el fascismo arrumba a su padre, Camilo Díaz,
también pintor. Con el golpe del 36, cae la generación de galleguistas
que le frecuentaban y los vecinos de aquella Compostela de mesa
camilla. El adolescente Isaac está solo y marcado; Galicia, en manos de
los sublevados, es la víctima seminal de una guerra callada. "Para
entenderlo hay que comprender el siglo XX en España y en Europa",
explica Suso de Toro.
"Era
un izquierdista de 16 años, comprometido con la autonomía gallega, que
se ve lanzado a la lucha política", rememora el escritor de Trece campanadas
mientras revisa una carpeta con cartas remitidas por Díaz Pardo.
"Salvado por un tío, tiene que sobrevivir en el mundo de los asesinos
de su padre", expone De Toro, quien recuerda que, pese a su bisoñez,
participó en la campaña del estatuto gallego, que no entró en vigor por
el advenimiento de la contienda.
Objetivo
de caza prioritario, Díaz Pardo huye disfrazado a la ciudad donde
ahora ha encontrado la muerte y se refugia en un desván. "Fue un
superviviente toda su vida. Ha muerto anciano, pero siempre tuvo que
mirar de reojo a la historia porque estaba en la lista de la maquinaria
pesada del odio", afirma Manuel Rivas , que le agradece su apoyo para publicar la revista Luzes.
El destino viaja por mar y, en la otra orilla, está la quinta provincia.
Engarza así sus inquietudes con la intelectualidad exiliada en Buenos
Aires, de Dieste a Castelao, que había imprimido trabajos en el taller
de su padre. "Se crió en una cuna de libertad que convocaba a varias
corrientes de la República", apunta Rivas.
Frente
a la moderación de su progenitor, él militó en las Juventudes
Socialistas Unificadas y, andado el tiempo, fue un declarado
conservador libertario –en el sentido conservacionista– llamado a
preservar la lengua y la memoria de manera irreductible.
Su
regreso a casa supone un intento de rescate y regeneración económica y
cultural de Galicia: crea, junto al pintor y escritor Luis Seoane, el
Laboratorio de Formas y saca adelante la fábrica de Sargadelos,
Cerámicas do Castro, una editorial homónima o el Museo Carlos Maside,
por no hablar de la ayuda que presta a Ruedo Ibérico o del infructuoso
intento de fundar un periódico que cimentaría la democracia tras la
muerte de Franco.
Díaz
Pardo, un renacentista que trató de "construir la utopía de la
Bauhaus" en un rincón del Atlántico, fue apartado con malos modos de
sus criaturas cuando ya era toda una institución canosa. Su expulsión
por un polémico tejemaneje accionarial cerró el círculo. "Unos
mediocres se aprovecharon de él a sus espaldas y lo desposeyeron",
concluye Rivas. "Una metáfora de lo que sucede cuando la codicia derrota
al ingenio y a la imaginación".
Artículo de Henrique Mariño en PUBLICO
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