Decía Adorno que el arte era "el inconsciente de la historia de su tiempo", y aquí tumbado, en mi sofá, creo comprenderlo. Podemos esforzarnos en crear un imaginario propio, podemos pasar la vida configurando un universo personal, pero si lo que hacemos no conecta con ese inconsciente del que hablaba Adorno, será totalmente infructuoso. El arte es siempre revolucionario, pero no porque los artistas hagan la revolución sino porque desde algún lugar desconocido interfiere en el destino de las sociedades.
Esta es una Era de extinción masiva, de un permanente asomarse al abismo, de desconcierto, pero también de grandes avances tecnológicos, y el arte comienza a reflejar ese estado de ánimo contradictorio y casi planetario, también desde el rechazo a seguir creando más y más productos de consumo sin la certeza de que lleguen a provocar cambios en las historias que se escriben sin preguntar a nadie.Por fortuna, mi sofá es un claro ejemplo de industria cultural disidente, incómoda, sin concesiones conceptuales. Es un sofá antisofá, y por eso me gusta, por eso reclamo su lugar en el museo de la vida, porque es justo lo que necesitamos: no poder descansar aunque nos muramos de cansancio, porque es justo lo que se necesita desde un punto de vista comunitario: objetos diseñados para algo que a todas luces es imposible. Como los aviones en los que nadie se sube porque podrían no volar. Ese es el futuro razonable: fabricar cosas que no se puedan usar como tales, para así, de una vez por todas, dejar de consumir, dejar de viajar, dejar de fabricar.
Gracias, nos dirá el insconsciente del planeta, gracias. Gracias, arte.
Julio Fer
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