viernes, 31 de marzo de 2017

Antonio María Esquivel



(Sevilla, 1806-Madrid, 1857). Pintor español. Es común valorarle como el pintor más representativo y fecundo del romanticismo hispalense y uno de los más destacados de su época en España. Su vida, entre el orto y el ocaso, constituye un verdadero alegato romántico: nacido en familia de noble linaje, no obstante, se cría y crece en ambiente precario al morir su padre como héroe de Bailén; huérfano y pobre, pues, su madre se esfuerza para que aprenda en la Academia de Bellas Artes; con diecisiete años, se alista en defensa de la Constitución contra la causa absolutista del duque de Angu­lema; más tarde, en Sevilla, pasa apuros económicos, defendiéndose «a fuerza de vigilias y tareas» (El Museo Universal). 


 Se casa con Antonia Ribas y necesita trabajar más, por lo que decide marchar en 1831 a la Villa y Corte acompañado de su paisano, colega y amigo Gutiérrez de la Vega. Comienzan entonces para Esquivel tiempos de esplendor que debe cimentar con la obtención de premios y honores. Académico de mérito de la Real de San Fernando (1832), es nombrado colaborador artístico de El Siglo XIX y El Panorama y forma parte del flamante Liceo Artístico y Literario (1837). Al año siguiente, cuando todo le iba bien, regresa a la luminosa Sevilla, en la que, ­paradójicamente, poco después, pierde la vista. Pese a la desesperanza, que casi le lleva a un fatal desenlace romántico, no se arredra y, gracias a la generosidad de muchos, se cura en 1840. 


Al año siguiente, vuelve a Madrid en olor de multitud, en donde terminará sus días llevando a cabo, con moral segura y mirada altruista, una ingente labor artística. A tal plenitud vital corresponde no menor fecundidad y vigor artísticos. Como académico erudito, impartió clases en la Academia madrileña, lo que le llevó como preceptista a publicar en 1848 su Tratado de anatomía pictórica, y poco antes dos monografías (José Elbo y Herrera el Viejo. El artista, 1847). También cultivó la crítica de arte, que él mismo soportó. Escribió sobre la pintura de historia (El Eco del Comercio, 1841) y los nazarenos alemanes (El Corresponsal, 1842). 


Como pintor se identifica plenamente con la era isabelina o romántica, mediante el sentimiento y la corrección estética de su obra. Su estilo, basado en un cierto eclecticismo que algunos califican de «templado», se caracteriza por un equilibrio técnico entre la corrección del dibujo y las calidades cromáticas. Su diversidad temática, por otra parte, le sitúa como nostál­gico de los tiempos barrocos. El ­retrato es esencial y definitorio en la obra de Esquivel, cuyo mérito, además del artístico, estriba en ilustrar la sociedad de su tiempo con valores históricos y afectivos. Comprometido con un género muy demandado, abordó numerosos ejemplares individuales, algunos en miniatura, de personajes prominentes en las sociedades madrileña y sevillana, así como diversos autorretratos, uno en el Museo del Prado. 


También realizó dos magníficos colectivos que nos hacen recordar los retratos corporativos barrocos holandeses: Ventura de la Vega leyendo una obra a los actores del Tea­tro Príncipe (1846, Prado) y Los poetas contemporáneos. Una lectura de Zorrilla en el estudio del pintor (1846, Prado). El asunto religioso, soslayado en general en la pintura decimonó­nica, renace con Esquivel como continuador murillesco en la escuela hispalense. No obstante, su interés se muestra algo tibio y artificioso, alejado del fervor que suscitaba en otros tiempos. Son numerosos los ejemplos dentro de este género: desde su primigenia Virgen del Rosario (1835), hasta su postrero Cristo de Quitapesares (1857). 


 El cuadro de historia tiene en el pintor sevillano un carácter muy personal, literario y teatral, fruto del ambiente y formación románticos que vivió. Tal vez la obra más representativa de su estilo y técnica en este género sea La campana de Huesca (1850, Museo de Bellas Artes de Sevilla). También abordó, aunque en menor número pero con talento y éxito, otros dos géneros; académico uno, popular otro. El primero es el mitológico, por entonces olvidado, que interesó al pintor por el estudio del desnudo, la anatomía y el modelo, una de cuyas obras más representativas es El nacimiento de Venus (1838). El segundo, la pintura costumbrista, en boga por entonces en Sevilla y Madrid, le proporcionó medios para sobrevivir. Se trata de lienzos, como el titulado Joven quitándose la liga (1842), y de dibujos y acuarelas, como los reunidos en el Álbum romántico (1830-1850).

Museo del Prado

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