Abrí la nevera para coger una cerveza y salió una mosca volando. Deduje que había entrado media hora antes, cuando guardé el pollo. Llevaba encerrada, pues, treinta minutos. Si no me hubiera apetecido beber esa cerveza, habría fallecido, ya que lo más probable es que no hubiera vuelto a entrar en la cocina hasta la noche. Me pregunté si el cerebro de la mosca se había comunicado con el mío para que la salvara de un final desastroso o si fue una casualidad.
Normalmente no bebo cerveza a esas horas. Ni a ninguna. No bebo cerveza, porque me da más sed, aunque de momento me sacia. Esa botella había llegado por error en el pedido del supermercado, pero como me dijeron por teléfono que era más fácil quedármela que devolverla, la guardé para una emergencia.
Más tarde, estaba trabajando en un cuento en el que en un momento dado el personaje iba a la nevera a por una cerveza. Me da mucha pereza que los personajes vayan a la cocina, o al cuarto de baño. No es lo mismo moverlos por el interior de tu cabeza que por el interior de una casa. Pero, bueno, el caso es que se despertó y le apeteció tomarse una cerveza. No es raro que los personajes te contagien cosas. Hace años, el de una novela que estaba escribiendo me contagió una depresión y la novela se quedó a medias. El personaje también. Ya le había construido el aparato óseo y la masa muscular cuando me atacó aquella tristeza y lo abandoné todo. El protagonista del cuento me contagió las ganas de tomarme una cerveza, de modo que me levanté y fui a la cocina.
Entonces, al abrir la puerta de la nevera salió la mosca. Si no hubiera estado escribiendo ese cuento, tampoco me habrían dado ganas de beber. Y, aunque me hubieran dado ganas de beber, si el supermercado no me hubiera enviado la cerveza por error, tampoco me habría levantado. Me impresionó que la vida de una mosca dependiera de ese cúmulo de coincidencias porque quizá la mía no era menos casual. La mosca se posó en la ventana, al sol, para sacudirse el frío, y en esto apareció una lagartija y se la zampó.
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