jueves, 1 de marzo de 2018

MURILLO



Estamos en el «Año Murillo»

 Murillo, un pintor que  me gustaba cuando era niña y despues aborrecí. Me pregunto a menudo el porqué y pienso que la razón es  que, como otros muchos pintores de su época, el nacionalcatolicismo atrapó el imaginario de su pintura religiosa hasta convertirla en un kitsch de devocionarios.

Murillo (Sevilla, 1617-1682) es uno de los grandes artistas barrocos, un pintor que revolucionó la pintura por su forma de contar la religiosidad de la época y también con sus cuadros de costumbres. Durante siglos fue uno de los más famosos maestros de la pintura y sus lienzos cuelgan hoy en los principales museos del mundo.
Sin embargo, su figura fue apagándose a finales del siglo XIX hasta que termina clasificado como un artista blando y cursi. Ahí están las dé­cadas de repetición y de falseamiento de su pintura en banales estampitas de santos, en almanaques y en cajas de dulces de membrillo.

  Ahora, que se está celebrando los cuatrocientos años de su  nacimiento se pretende revisar su imagen. ¿Como podemos observar su obra omitiendo la idea de un pintor de escenas religiosas almibaradas?

En su época, en España, la pintura costumbrista no estaba muy bien vista pero el se atrevió a retratar el mundo de niños pícaros y mujeres de atuendos y vidas desaliñadas.

Aquella Sevilla del siglo XVII, ciudad a la que llegaban las riquezas del Nuevo Mundo es la que le gustaba retratar el pintor. Una pintura que no gustaba a la iglesia ni a la nobleza pero que fascinaba a los ricos mercaderes flamencos y holandeses que vivían en Sevilla.


 
 Parece ser que Murillo viajó a Italia y supo integrarse en la revolución europea que cambió la historia del arte. Retrata en sus cuadros esos personajes anónimos que narrará la literatura picaresca, pero ante nuestros ojos quedan los cuadros de Inmaculadas y el mundo religioso. Los mercadres se llevan a sus casas de Flandes y Holanda sus pinturas, al bajar el volumen de negocio en la ciudad de Sevilla, y hoy en día esos cuadros están colgados en museos de todo el mundo.

Esa es la razón por la que Murillo ha sido más valorado fuera que dentro de España. La popularidad que Murillo adquirió en el siglo XVIII hizo que incluso Carlos III promulgara un decreto prohibiendo la salida de lienzos del artista fuera del país.

Murillo (1617- 1682) nació en una casa junto al convento de San Pablo, muy cerca del puerto. Su infancia y primera juventud está marcada por esa puerta de América, por la llegada fabulosa de la flota de Indias y el ­galeón de la China. De ese puerto partían además las naves con los cuadros del maestro que colgarían en las iglesias y conventos del Nuevo Mundo.


 Mientras tanto, su fama era tal que traspasó los límites de la ciudad de Sevilla, y se extendió por todo el territorio nacional. Existe una referencia, facilitada por Antonio Palomino, biógrafo de los pintores españoles, que indica que hacia 1670 el rey de España, Carlos II, ofreció a Murillo la posibilidad de trasladarse a Madrid para trabajar allí como pintor de corte. No sabemos con exactitud si tal referencia es cierta, pero el hecho es que Murillo permaneció en Sevilla hasta el final de su vida. Y este final aconteció en 1682 cuando vivía en el que fue su último domicilio en la parroquia de Santa Cruz. Informa el mencionado Palomino que, estando Murillo dedicado a pintar un gran lienzo para el retablo de la iglesia de los capuchinos de Cádiz, se cayó del andamio que tenía levantado en su taller para realizar la pintura, quedando muy maltrecho y falleciendo a los pocos meses, exactamente el día 3 de abril del mencionado año, siendo enterrado en la iglesia de Santa Cruz. 


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