Trabó amistad con Jean Genet y Barnett Newman. Frecuentó los círculos artísticos de Josef Albers, Jean Arp, Willem de Kooning o Mark Rothko. Conoció a algunos de los grandes tótems de la creación del siglo XX en un apasionante periplo vital que la llevó a La Habana, París y Nueva York, sin dejar de pintar bajo el influjo de las vanguardias. Pero solo cuando cumplió 89 años vendió su primera obra de manera profesional. Hoy, con 100 años cumplidos el 31 de mayo, Carmen Herrera es una artista reconocida. Será objeto en 2016 de una retrospectiva en el nuevo Whitney Museum diseñado por Renzo Piano y sus cuadros cuelgan en algunos de los más importantes museos.
El éxito sobrevenido, sin embargo, no parece perturbar demasiado a esta creadora cubana nacida en La Habana que sigue levantándose temprano para trabajar en su loft de Manhattan en una rutina que solo rompe sobre las 11 de la mañana para tomarse un whisky—“scotch”, apostilla— o una copita de champán, al que se ha aficionado últimamente, comenta ella misma en una entrevista realizada por este periódico por teléfono y correo electrónico.
En todo caso, Herrera reconoce que el éxito ayuda a no perder el ímpetu para seguir pintando en una producción que atraviesa la “historia de la abstracción, la arquitectura, el minimalismo estadounidense y latinoamericano y el concretismo cubano”, explica Nicholas Logsdail, director de la galería Lisson, que acaba de exhibir sus cuadros en la feria londinense de Frieze, donde la Tate Modern adquirió su segundo herrera. La galería de Logsdail estrenará el próximo año un nuevo espacio en la Gran Manzana con obras suyas. “A mí, francamente, lo que siempre me ha gustado es la línea recta”, matiza Herrera.
“Lo primero que hago cuando me levanto es dar gracias a Dios porque tengo un día más para vivir y pintar”, explica. Trabaja hasta la hora de comer con su asistente ecuatoriano Manuel para ejecutar sus lienzos más grandes. Muchas veces también la acompaña su viejo amigo, el artista puertorriqueño Tony Bechara. Fue él, como presidente de la junta del neoyorquino Museo del Barrio, quien organizó la primera individual de Herrera en 1998.
Cinco años después, The New York Times definió su obra como “el último grito en la pintura”. Sus cuadros y su personalidad llamaron tanto la atención que la cineasta Alison Klayman le dedicó una película documental, 100 Years Show, estrenada este año.
Juventud desahogada
Herrera pudo vivir desahogadamente en su juventud gracias una pensión del Gobierno cubano por ser hija de un héroe nacional. Su padre, Antonio, luchó en la Guerra de la Independencia (1895-98) contra su propio progenitor, que era coronel del Ejército español. Más tarde, Antonio fundó el periódico El Mundo en La Habana, que sería clausurado por Fidel Castro. Su madre, Carmela, fue periodista y pionera del movimiento feminista de la isla caribeña. Su tío fue el cardenal Herrera Oria.
Su condición de mujer retrató su reconocimiento, sostiene Herrera: “Ser mujer y cubana no era ventajoso en tiempos pasados. Además, yo no era muy agresiva. Todo hay que medirlo por las normas de su época. Una tenía que acostumbrarse a eso, no solo en el arte, sino en todas las disciplinas”. ¿Y han cambiado las cosas? “Sí, drásticamente, para mejor. El cambio es lo único constante en la vida y el que no se dobla un poco se lo lleva la corriente”, comenta la creadora.
Cambió su vida cuando en 1939 conoció a su gran amor en La Habana, Jesse Loewenthal, con quien estuvo casada 61 años, hasta su muerte en el 2000. No tuvieron hijos. La joven pareja se marchó en 1948 a París y pasó allí cinco años, un periodo fundamental para el crecimiento artístico de la artista, que ya había vivido con anterioridad en la capital francesa. El resurgimiento en el París de la posguerra de la abstracción y del “arte degenerado”, como lo llamaban los nazis, la marcó definitivamente.
Conocer a Ella Fontanals-Cisneros, coleccionista cubana y fundadora del museo CIFO en Miami, también ayudó al reconocimiento. La coleccionista le compró a la artista, de entrada, nueve obras en 2002. En ese momento, Fontanals-Cisneros quiso donar una a la Tate Modern, que al principio no la quería recibir. “Confíen en mí, esta señora va a tener éxito y ustedes no van a poder comprar su obra; me lo van a agradecer”, les dijo Cisneros, según su propio relato. La cotización de una obra de Herrera puede oscilar entre los 13.600 euros (15.000 dólares) y los 453.000 euros (medio millón de dólares). Sus cuadros forman parte de las colecciones del MoMA, Whitney, Walker Art Center, Smithsonian Museum, Museo del Barrio y Hirschorn Museum, además de la Tate Modern.
Admiradora de la arquitectura de El Escorial y de Zurbarán, revela que su secreto para llegar al siglo son la suerte, el destino y no pensar mucho en ello. En sus tiempos “el reconocimiento no era gran cosa; es sobre todo un fenómeno contemporáneo”, apunta. No habla de arte, solo le interesa producirlo, y hacer lo que le gusta: “Tengo una edad. Si no me puedo tomar un whisky cuando me da la gana, ¿cuándo me lo tomo?”, se pregunta risueña.
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